El horror que provocan las acciones terroristas conduce –e induce- a no pocos periodistas, políticos y agentes de la ley a opinar sobre las motivaciones psíquicas o las posibles patologías mentales de los terroristas. Esta actitud es lógica, pero lleva a cometer excesos explicativos en la medida que se terminan vertiendo opiniones psicosociológicas acerca de los terroristas y del terrorismo que no se corresponden en ningún caso con los datos que arroja la investigación psicológica y sociológica al respecto.
Puede que el exceso más tópico sea el de considerar a los terroristas como personas con trastornos mentales severos por lo que, simplemente,están locos o son psicópatas. Después de todo, la mayoría de las personas –población delincuencial incluida- no contempla la idea de poner una bomba-lapa debajo de un coche, secuestra, extorsiona, tortura, degüella a quienes considera como sus enemigos ideológicos o decide inmolarse por una causa. Pero la verdad es que este planteamiento carece de cualquier clase de verificación empírica. Se ha estudiado a muchas personas que pertenecen –o han pertenecido- a diferentes grupos armados y en diferentes partes del mundo, y la conclusión general de tales estudios es nítida: la inmensa mayoría de los sujetos investigados no ha tenido nunca un trastorno psicopatológico serio, y la prevalencia de las diferentes psicopatologías entre ellos no es diferente de la que existe entre el resto de la población.
Por supuesto, habría terroristas que podrían ser perfectamente psicópatas de tipo integrado y, en tal caso, la crueldad propia de estos individuos les haría candidatos idóneos para ejecutar matanzas, torturar o provocar daño a terceros sin pensárselo dos veces. Pero es que, si pensamos desapasionadamente en la sintomatología asociada al Trastorno Antisocial de Personalidad (TAP), también nuestro vecino de podría serlo. Más todavía: si atendemos a las características principales del psicópata es fácil comprender por qué es harto difícil que el terrorista medio sea un psicópata de manual; la pertenencia a un grupo armado es algo equivalente -así lo ve la inmensa mayoría de quienes se suman a ellos- a ser parte de una estructura militar en la medida que requiere de coordinación entre sus miembros, la subordinación a un fin superior se valora por encima de cualquier otra consideración personal, la aceptación de relaciones de autoridad, el acatamiento de las órdenes de otros sin cuestionarlas, cierta idea perversa del honor, así como mantener relaciones sociales prolongadas y positivas hacia otros componentes del grupo de referencia. Tareas que, en suma, son inasumibles para un antisocial, cuyos principales rasgos de personalidad son el egocentrismo, el narcisismo, la incapacidad para mantener relaciones sociales duraderas, el camaleonismo, la capacidad para la mentira y la carencia de empatía.
Los terroristas tampoco son simples locos. Hemos de pensar que los legos en psicología o psiquiatría –la inmensa mayoría de la gente- tienden a tener opiniones bastante desacertadas al respecto de lo que son las patologías mentales, sus manifestaciones, evaluación, diagnóstico y pronóstico. De hecho, coloquialmente, la gente suele emplear el término de locura para referirse fundamentalmente a la esquizofrenia, sus variantes y sus manifestaciones, no siendo pocos los que creen erróneamente que la esquizofrenia es el trastorno mental más común. Así por ejemplo, la depresión es una patología extremadamente común entre la población, pero nadie nos diría que un depresivo, en cualquiera de sus formas, es un loco. Sin embargo, lo que tampoco se suele comprender es que la esquizofrenia es una dolencia tan incapacitante para el sujeto que la padece que raramente podría desempeñarse con éxito en actividades tan complejas y estructuradas como la del terrorismo. Por otro lado, el porcentaje de esquizofrénicos que cometen asesinatos –u otros delitos- es menor que el arrojado por la población no esquizofrénica. Y ello aún a pesar de su mala prensa.
Lo cierto es que no hay un patrón de personalidad tipo que pueda adecuarse a la mayoría de los terroristas y, como ocurre en todos los grupos humanos, tienden a reproducir los patrones estadísticos de la población general en todos los sentidos. Por ello, quizá sea más aconsejable referirse a los rasgos psicológicos más frecuentes entre los terroristas en lugar de expresarnos en términos de perfiles estructurados y generales de conducta. De hecho, para los sujetos dedicados a este tipo de actividades que atentan contra el conjunto de una sociedad sin ser, al mismo tiempo, enfermos mentales o antisociales, se ha reservado la conceptualización de asociales. Los criminales impulsados por reactividad asocial -entre los que cabría incluir no sólo a los terroristas, sino también a los componentes de bandas juveniles, crimen organizado, grupos políticos extremos, e incluso a los componentes de algunas sectas violentas- son transgresores para con la norma social o viven en permanente conflicto con ella, a causa de haber pasado la mayor parte de su existencia en un ambiente emocional amoral frente a ciertos factores vinculados a colectivos e idearios que aceptan cualquier medio para conseguir sus propios fines.
El asocial que cristaliza en torno a ideologías o religiones extremas es capaz de grandes pruebas de lealtad para quienes considera como los suyos, a la par que odia hasta extremos inusitados a quien confiere el papel de opresor o enemigo a la causa. Ello implica que no suele presentar desviaciones claras de personalidad con excepción de las que puedan asociarse a la asunción irracional de la ideología, fe o propósito del grupo al que pertenece.
El problema del terrorista no es que nazca como tal, o que simplemente enferme en algún momento de su vida, sino que se hace como es. No es que posea una personalidad monstruosa o gravemente enferma, sino que es el resultado de una socialización enfermiza. Como en toda afirmación generalizadora, claro está, hay excepciones pero es evidente que son las menos a tenor de la infinidad de casos conocidos y estudiados. Es por ello que habitualmente se atribuyen al terrorista –e incluso al propio fenómeno del terrorismo- determinadas características psicológicas y sociodemográficas que no tienen correspondencia con la realidad científica como son la elevada impulsividad, la baja autoestima o la baja clase social.
La ruta hacia el terrorismo
Deberíamos distinguir, en este sentido, entre terroristas laicos, y terroristas religiosos, pues los itinerarios vitales que les llevan a ingresar en sus grupos respectivos tienden, por lo que se sabe, a ser bastante diferentes.
El terrorista laico, que es el impulsado por motivaciones de carácter socio-político e ideológico, es una persona que comienza su andadura vital en una familia que defiende determinada ideología minoritaria en la transcripción privada, de manera silenciosa. Esta ideología forma parte de las conversaciones habituales de los adultos en el hogar, del estilo de vida en general del grupo familiar, y termina por generar en los críos que se educan en ella cosmovisiones perversas del mundo. Al pasar por la escuela, el chico así sensibilizado, continúa su adoctrinamiento al aprehender una visión de la historia perniciosa y maniquea en la que hay buenos y malos, y se aglutina en torno a grupos o pandillas de amigos así como otras instituciones -ya sean laicas o religiosas. En estos últimos colectivos de socialización secundaria se legitima la muerte de los malos, de esos que son culpables de todos los males históricos que aquejan a quienes defienden la ideología de la que él participa.
Llegado a este punto, el adolescente ha desarrollado un perfil psicológico dicotómico que le lleva a observar la realidad de manera blanca y negra, sin matices. Las cosas son buenas o son malas sin término medio y, además, se ha convencido plenamente de que está en el bando de los buenos, lo cual termina por desarrollar en él una tendencia hacia la proyección. De tal modo, siempre adjudicará a los que ha convertido en malosla responsabilidad sobre sus propios actos e ideas. En este punto, el joven ya está preparado para ser captado por el grupo terrorista y será allí donde culmine su adoctrinamiento final.
La segunda vía de acceso al terrorismo laico viene dada por un proceso de conversión. Este tipo de chavales nunca han pertenecido al grupo ideologizado desde la niñez. Vienen de fuera –a veces son inmigrados- y se han educado en familias ajenas a esa ideología perversora en la que han crecido los otros. En muchas ocasiones, sus apellidos, el color de su piel, su credo religioso, su cultura, su extracción social o su estilo de vida delatan su no pertenencia y se han convertido en factores que les han llevado al aislamiento social. A menudo han sido observados como parte de los opresores, de los culpables, y han sido por ello víctimas de toda clase de acosos. Sin embargo, en algún momento alguien tiene un gesto humanitario, les tiende la mano y les incorpora al colectivo. Sufren en ese momento una especie de transmutación al convencerse de que todos aquellos elementos por los que eran estigmatizados han desaparecido en la misma medida que han sido aceptados porque han logrado convertirse en algo distinto, en algo que antes no eran. Han dejado de ser odiados y discriminados porque ya no son malos. El alza inesperada en su prestigio social les convierte, pues, en presas fáciles de cualquier clase de adoctrinamiento ideológico.
Una vez dentro del grupo terrorista, ambos chicos –el educado y el converso- ven la vida de diferente manera a como la observaban con anterioridad. Una de las cosas que más habitualmente se escucha entre los terroristas cuando se les pregunta acerca de lo que sintieron al ingresar en la banda es la sensación de atracción, de aventura, de gozo, de extraordinario idealismo. Por fin se está haciendo algo relevante con la propia vida y se va a luchar por algo que merece la pena provocando al enemigo, al malo, al opresor, dolor y sufrimiento por sus tropelías.
En el caso del terrorista religioso, el itinerario puede comenzar en la familia o fuera de ella. Hay casos en los que el terrorista procede de familias radicalmente religiosas y ocasiones en las que viene de familias de talante marcadamente laico. El primero acaba ingresando en el grupo terrorista de manera natural, como si fuera algo lógico y coherente con su experiencia personal, con su formación y con su pasado. De hecho, la historia del terrorista nacido en una familia de religiosidad fanática arranca ya en la misma cuna. Es en el entorno familiar donde se le enseña a odiar al infiel, donde se le explican quienes son los enemigos y donde se les empieza a adoctrinar en la idea de que es legítimo responder con la violencia y el terror a las injusticias recibidas por defender determinada fe, con total independencia de que éstas sean reales o ficticias. Son por lo común niños educados en el miedo. Miedo a dioses castigadores que detestan el pecado y la infidelidad, y que por ello les harán acreedores de los más temibles suplicios si les fallan; muchachos adoctrinados en escuelas de severa disciplina en las que todo gira alrededor de la religión, y en las que se les enseñará que causar dolor a los infieles, a los apostatas y a los enemigos de todo en cuanto ellos deben creer es algo honroso, justo y necesario.
Con el paso de los años se convencerán de que no hay mayor honor que morir en la lucha por la verdad, en la senda de la fe, y que este es el camino rectilíneo hacia el paraíso. En tales condiciones, es lógico que el muchacho, llegado el momento adecuado, acepte convertirse en un guerrero de la fe e incluso inmolarse en la batalla contra los infieles si así se requiere.
El camino del terrorista religioso procedente de familias laicas es más tortuoso, pues muchas de las cosas precedentes no se le han enseñado desde la infancia. Sucede, no obstante, que a menudo la familia debe emigrar y trasladarse a otros países en los que él ya no es uno más. Es habitual que muchos de estos chicos desarraigados del origen, sometidos al influjo de una cultura que no es la suya, desarrollen identidades difusas y tiendan a buscar incesantemente un significado para su propia existencia. En estos casos, la falta de integración social, la discriminación, la xenofobia o el racismo de que pueden ser objeto juega un papel muy relevante en su conversión. Basta con que aparezca alguien en sus vidas que empiece a influirles con determinadas ideas de grandeza religiosa y con buscar en el abrazo de la fe la cura a las humillaciones que reciben. Se trata de un claro proceso de captación sectaria. Al final, este joven pasa más horas con el grupo religioso que con su propia familia, de la que puede llegar incluso a desvincularse por completo. Hará, así, un cursillo acelerado de formación en la verdad religiosa que se le ofrece, cerrándose por completo a toda integración en su sociedad de destino y buscando únicamente el apoyo y la interacción con quienes comparten sus ideas y su fe.
Llegará, pues, un momento en el que el chico que antes se sentía sólo y débil, empezará a sentirse fuerte y convencido de su superioridad moral. En este punto sólo será necesario que alguien le adoctrine acerca de las injusticias que han recibido a lo largo de siglos quienes han tenido la valentía de defender lo que él defiende.
Dinámica de grupo
Los jóvenes reclutados por una banda armada culminan en ella su adoctrinamiento, consistente básicamente en la desconexión moral de la persona. Algo equivalente a lo que experimentan muchos soldados en periodo de guerra y sometidos a la tensión del combate: el sujeto aprende a actuar de manera violenta frente al enemigo –al que se convierte en simple objeto- sin límites ni autocensura. Para que esto suceda, hay que enseñar al individuo a reinterpretar el significado de la violencia así como a reevaluar las conexiones existentes entre víctimas y victimarios. Una reevaluación con diferentes elementos:
Desinhibir el lenguaje. El lenguaje no es inocente. Dependiendo de cómo decimos las cosas cambian de ser, porque el lenguaje modela los patrones de pensamiento. Esto se sabe bien dentro de las sectas y de los grupos terroristas. De hecho, una de las cosas que primero se enseña al joven recién reclutado en una banda armada es a utilizar la terminología del colectivo. Una terminología eufemística destinada a enmascarar o a embellecer las acciones más terribles. Esta es una de las razones por las que casi todas las organizaciones terroristas de nuestro tiempo han elegido nomenclaturas que eluden la palabra terrorismo e inciden en otras que provocan en el sujeto imágenes de libertad, de evocación, de movilización militar u otros valores.
Juego de contrastes. Los grupos terroristas se esfuerzan por formar debidamente a sus componentes acerca de los agravios supuestos o reales por los que luchan y ante los que se debe reaccionar. En otro caso, las actividades terroristas carecerían de sentido al no tener referentes en los que cimentarse. Da igual que el agravio en que se justifican los terroristas sea verdadero o falso, e incluso da igual que ese agravio, aunque fuese cierto, haya dejado de existir porque para el terrorista seguirá existiendo, seguirá en el presente, y seguirá justificándole.
Comparaciones históricas. Los grupos terroristas muy a menudo tienden a comparar lo que hacen en el presente con lo que otros grupos similares hicieron en el pasado, y con los resultados que obtuvieron. Así, es tópico que los grupos terroristas muestren reiteradamente a sus nuevos miembros ejemplos de situaciones en las que el ideal terrorista triunfó para mostrarles que el objetivo se puede conseguir si se tienen la suficiente paciencia y perseverancia.
Comparaciones sociales. Los grupos terroristas se alimentan de las contradicciones que existen entre diferentes colectivos sociales acerca de lo que es, o no es, terrorismo. Así, es habitual la relativización de los actos y el argumento de que unos llaman atentado a lo que otros llaman acto heroico. Lamentablemente, la acción de muchos gobiernos y medios de comunicación tiende a legitimar este relativismo cuando evalúan de diferente modo las acciones de los diferentes grupos o las acciones ilegales de otros estados.
Necesidad de violencia. Es habitual que el grupo terrorista argumente que la violencia que emplea es necesaria y se justifica en dos elementos: su eficacia y el hecho de que nadie escucharía sus demandas si obrase de otro modo. Así por tanto el terrorista a menudo manifiesta sentirse obligado a utilizar la violencia por quienes no le dejan otra salida.
Disociar la responsabilidad. El grupo terrorista enseña a sus miembros que, en última instancia, los resultados de sus actos son culpa de sus propias víctimas. Al fin al cabo, ellos son los opresores, los que no reconocen sus derechos o los que agreden a su fe. El terrorista no se siente responsable de sus crímenes, pues es su víctima quien le ha provocado.
Difuminar la responsabilidad. El terrorista particular tampoco puede sentirse responsable de sus barbaries en la misma medida que las valora como resultado de una mentalidad colectiva, y las ha puesto en práctica siguiendo las directrices de quienes mandan en el grupo. Pero es que es la mente grupal la que decide qué es lo moral y, partiendo de la base de que se considera a la víctima responsable de su propia destrucción, agredirla y destruirla puede llegar a convertirse en un imperativo moral para el grupo y sus componentes. Esto fortalece la idea que el terrorista tiene de sí mismo como un soldado a la fuerza que lucha en una guerra defensiva porque alguien tiene que dar un paso al frente y hacer la debida justicia.
Minimizar las consecuencias. Claro está que desde el punto de vista del terrorista sus acciones son necesarias para la consecución de otros fines más elevados y esto, en sí mismas, las hace embellece a sus ojos. Sólo las víctimas sufren –que es lo que tienen que hacer por ser quienes son-, pues para los oprimidos a quienes defiende son logros en el camino hacia la justicia. En estas condiciones, la autocensura desaparece por completo. Esto hace que se confundan gravemente quienes defienden que mostrar a los terroristas los resultados tremendos de sus atentados podría sensibilizarles o hacerles cambiar de opinión. Antes al contrario, incluso podrían tener el efecto indeseado de reforzarles en su actitud. El terrorista no empatiza con sus víctimas porque no puede permitírselo, pues entonces dejaría de poder hacer bien un trabajo que es necesario hacer.
Como puede observarse, los grupos terroristas funcionan de manera muy parecida a las sectas destructivas, fidelizando y programando al sujeto en torno a ideas pervertidas y visiones distorsionadas de la realidad que se convierten en el centro de su existencia y en el acicate necesario para que haga lo que tiene que hacer sin remordimientos, sin autocensura y sin pensar en las consecuencias. Esto implica, por supuesto, que raramente sufren de patologías mentales -insistimos, no más que el resto de la población general- y que, al igual que las personas atrapadas en las dinámicas sectarias, son perfectamente recuperables siempre que podamos apartarles del colectivo que les mantiene inmersos en esa perversión, ya sea aislando al individuo de su influencia o bien desmantelando el propio grupo de referencia.
Publicado: Dr. Arnulfo V. Mateo Mateo
Fuente:blogs.ucjc.edu/ Dr. Francisco Pérez Fernández
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